Homilía de la Eucaristía.

(Domingo V de Cuaresma. Año B.)

(Lecturas: Jeremías 31, 31-34; Salmo 50; Hebreos 5, 7-9; Juan 12, 20-33)

Celebramos el Domingo V de Cuaresma. Durante toda esta Cuaresma se nos manifiesta de modo admirable el Amor de Dios que hemos conocido en la Cruz de Cristo.

En este Domingo al mirar el misterio de la Cruz se nos revelan una serie de realidades.

La primera es la fecundidad de la Cruz: “si el grano de trigo no cae y muere, queda infecundo; pero si cae y muere, da mucho fruto”. Jesús es el grano de trigo que cae y muere y por eso da mucho fruto. La fecundidad nace del amor; del amor que consiste no en hacer cosas sino en darse, en la donación de uno mismo, en la entrega de la vida que uno posee.

Jesús, muriendo, nos ha dado vida; la fecundidad está en que Cristo crucificado nos comunica la vida de Dios. En esto consiste el amor, en que el Padre nos envió a su Hijo como expiación para que vivamos por medio de Él. Todos nosotros, la Iglesia, somos fruto de la Pasión de amor de Jesús.

El Padre, que es inmensamente fecundo porque engendra eternamente a su Hijo, da a su Hijo hecho hombre y prolonga, de alguna manera, esa fecundidad haciendo de su Hijo hecho hombre Cabeza y Fuente de la vida divina para nosotros. Porque Jesús es la fuente de la que mana el agua viva del Espíritu Santo, esa corriente de agua que dulcifica nuestra agua salada, símbolo de nuestro pecado y de nuestra muerte.

El Padre, que es la fuente de la vida divina, porque de Él proceden las otras dos Personas Divinas, el Hijo y el Espíritu Santo, se hace fuente de nuestra divinización por la mediación del Hijo hecho hombre. En esto consiste la glorificación del Hijo: “lo he glorificado y lo volveré a glorificar”.

Ahí tenemos una segunda realidad, que nos muestra la primera lectura del profeta Jeremías: Cristo, el grano de trigo que muere para dar mucho fruto, que por su victimación en la Cruz se ha hecho fuente de nuestra divinización, ha establecido una Alianza de amor, nueva y eterna, no una alianza como la que Dios hizo con Israel, sino una Alianza que ya no puede ser rota porque ha sido sellada con la Sangre de Jesús, con el sello de la Ley Nueva, que es la Caridad, el Amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo.

Dice el Señor por el profeta Jeremías: “meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones, yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo”.

Dice San Pablo que esta nueva ley ya no está escrita en tablas de piedra sino en las tablas de nuestro corazón.

El Amor consiste en que el Padre me ha dado a su Hijo y el Hijo me da el Espíritu Santo que me diviniza, me introduce en la vida de Dios. Y Dios cuando da, no quita. Esta Alianza es para siempre: ¿quién nos separará del amor de Dios manifestado en Cristo clavado en Cruz? Dios es fiel, el Amor de Dios es fiel, y la prueba es la Cruz de Jesús.

Dios no es como los hombres que dicen “hoy te quiero y mañana te abuñego”. Con Dios no pasa como el que deshoja una margarita “me quiere, no me quiere”. No, porque nosotros hemos conocido el amor de Dios, y hemos creído en él.

Jesús, el Hijo, que es Dios de Dios, Luz de Luz, que es preexistente, es decir, que existe desde siempre, el Padre en su amor por nosotros lo ha hecho proexistente, es decir, en cuanto a hombre, existe para nosotros, su vida humana es entera donación de amor a favor nuestro; Jesús es el Emmanuel, el Dios-con-nosotros. Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? ¿Dónde queda el pecado? Por la Cruz de Aquél que es para nosotros fuente de vida, el pecado queda destruido.

Veamos una tercera realidad: ¿Dónde vive el cristiano? En la Cruz junto a Jesús, como María al pie de la Cruz, recibiendo las arras, la prenda del amor, que es el Espíritu Santo, que nos hace santos, nos diviniza. Dice Jesús “el que quiera servirme, que me siga, y donde yo estoy, allí también estará mi servidor”. Jesús está en la Cruz, esa bendita Cruz que nos lleva a vivir en el seno del Padre.

Una cuarta realidad: la Cruz nos da el Amor verdadero, el amor del corazón nuevo, que hemos pedido en el salmo: “Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme”. Por eso la Cruz es una bendita humillación para nosotros: porque me lleva a confesar que no sé amar, y me presento ante Dios diciéndole “mi sacrificio es un corazón quebrantado y humillado”, porque yo me pensaba que sabía amar, me las daba de entendido en amores, pero resulta que no sé amar porque el amor nace de la Cruz de Jesús.

Y de ahí vemos una quinta y última realidad que la tenemos en la oración colecta, donde hemos pedido al Padre la gracia de vivir siempre de aquel mismo amor que movió al Hijo a entregarse a la muerte en la Cruz. Yo que no sabía amar ahora por el corazón nuevo que recibo del Hijo que me da la vida por su muerte de Cruz, ahora Cristo, el único que sabe de amor, porque vive en mí, porque el Padre me entrega a su Hijo en la Cruz para que viva por Él y en Él, ahora resulta que Cristo viviendo en mí me ha hecho capaz de amar.

Ahora sé que soy de Cristo, amada en el Amado transformada, y lo resumimos así: “en esto conocerán que sois discípulos míos, en que os amáis unos a otros, no de cualquier manera, sino como Yo os he amado”. Demos gracias a Cristo, que en su amor crucificado nos ha hecho capaces de amar.